Querido Diario:
Llevo dos meses y veintiocho días casi sin salir de mi
casa-hogar, sin ver a mis amigos ni a mi familia, sin expresarme ni social ni
laboral, ni sensualmente.
Cuarentena de mucho más que cuarenta días, con sus noches.
Confieso, querido diario, que cada tanto doy vueltas en
círculos en mi departamento, como perro de canil a la espera de ser adoptado.
Pero nadie acude a mi puerta, y en cualquier momento me pongo a aullarle a la
Luna con medio cuerpo asomado por la ventana. O me refriego contra las paredes,
o empiezo a arrastrarme por el suelo mientras borbotones de saliva dejan un
hilito como de babosa sobre el parquet.
Creo que imagino esta escena, mientras mi cada vez más feliz
gata me mira con cara de "no es mi culpa", se enrolla y sigue en su
impenitente sueño. Cuando me calmo la acompaño.
¿Existieron esas puti-noches de juventud más que tardía en
algún dancing al ritmo del último hit?
¿Fui realmente yo el que vio sudores bajando por escotes, mojando espaldas,
humectando mis melodías de arpa vieja pero bien conservada? Ahora dudo.
¿Existirá la reencarnación? ¿Tuve una vida antes del corona- virus?
Y resulta, querido diario, que ya nadie se acuerda del chino
traga-murciélagos. Pobre chino. Y también
pobre alimaña, ambos relegados al olvido.
Ahora lo que está de moda es reinventarse. Por fuerza o por
oportunidad, es el momento de reinventarse. Ya hay dentistas repartiendo
verduras a domicilio, ingenieros vendiendo sánguches también a domicilio
(gourmet eso sí), y hasta estudiantes musculosos y dietéticos que muestran sus
partes en una página de pago sólo para sus fans. No sé si también van a
domicilio.
Hay que reinventarse, todos dicen. Es la oportunidad para ser
otro, salir fortalecidos, cambiar el mundo. Ahora sí que sí, ahora entendimos,
la Humanidad será otra después de esto. Saldremos más humildes, más simples,
más humanos.
Y tú sabes, querido diario, que yo sí me he reinventado muchas veces.
Porque fui estudiante de ciencias, también un apasionado y lúbrico actor de cabaret experimental;
aspirante a artista conceptual
enrollador de ideas con forma de corbatas; estudiante de pintura en Barcelona;
dentista contralor en un megacentro de salud al cual demandé por incumplimiento
de contrato.
Fui Profesor de Arte de reemplazo en una privada universidad;
sacamuelas en un SAPU de donde mueren los valientes; maestro de enlucido y
pinturas interiores; performer; escritor de crónicas viajeras, vendedor de
seguros de autos (no vendí ninguno); y creador director y único socio de una clínica
PYME en el Barrio El Golf, que también sufre del ahogo producido por el virus.
Y ahora me he convertido en lo más parecido a lo que pensé
sería mi estado de Señor jubilado. Pero sin júbilo. O sea, un jubilado chileno:
solo, pobretón y casi sin esperanza. Y ya nadie quiere saber de pandemias, ni
de virus, ni de muertes. Y está la zorra, la cagada, la debacle.
Es que esta pandemia se hace endémica, no termina, se hace ascendente
infinita, o sea, no alcanza su máximo, ni menos la meseta esperada. Números y
más números bailan ante nuestros ojitos del miedo, en poco entendibles gráficos
comparativos. Cuarentenas van y vienen. Un loop eterno es ahora nuestra vida.
Como una soga que se va cerrando en torno al cuello del
condenado, paulatinamente pero sin pausa los contagiados se hacen cada vez más
cercanos.
Y aunque tengo mi rutina, y he empezado a hacer algunas cosas
pendientes, me perturba cada despertar la otra soga, la de la pobreza que amenaza
o de frentón se instala en la vida de
muchos, incluyendo la mía.
Me levanto cada mañana, hago mi cama mientras veo un poco del
desinforme diario del gobierno, que no creo. Allí, fantasmagóricos mandamases se suceden hablando de batallas, de guerra, del
enemigo implacable: una hilacha de ARN envuelto en una capa de grasa (en
eso se parece a muchos) convertida en la
estrella, en la villana de toda la Historia del mundo, sin siquiera estar lo
que llamamos, viva. En eso también se parece a muchos.
Un rubio-robot da cifras de camas clínicas. De ventiladores,
traslados de enfermos, más ventiladores, muchos ventiladores, todos los
ventiladores del Universo marchando sin tregua hacia este país borde.
Otra vez habla el Ministro, aún con tono de Emperador romano,
mientras una famélica gárgola le acerca el lavatorio donde se lava cada día las
manos, como ejemplo para evitar contagios, creyendo que saldrá limpio de toda
esta historia.
Hago una nueva rutina de ejercicios cada día. Mi personal
trainer emerge desde Youtube para salvarme. ¿Mostraré mis túrgidos avances
algún día en la pool party de mis sueños?
Si no te mueres por el virus, te puedes morir de soledad, de
aburrimiento o de lujuria, me digo, iniciando la quinta serie de abdominales
frente al computador. Mi gata se acomoda en su sillón mientras me mira con los
ojos entrecerrados.
Otra vez en la Historia los pobres resucitan desde su
invisible letargo, reaparecen los campamentos, las cajas de mercaderías del
hambre, las ollas (horror) comunes; las filas de ambulancias también con pobres
ahogándose en la entrada de los hospitalitos. Reaparecen ante nuestra
horrorizada vista en matinales de TV, noticiarios y programas tipo Chile ayuda
a Chile. Don Francisco nuevamente espera el turno para su próxima escena,
afiebrado por los millones de 40 años de Teletones.
Dice el Señor del Tiempo que lloverá hoy. Dice que hay que
prepararse. Dice que hará frío.
Como cada junio, pienso. Es el 21 que empieza el invierno.
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