A Chumi lo conocí
en una estupenda noche disco por allá por el año… es fácil averiguarlo. Ese día
había muerto la "princesa del pueblo", Lady Di. Yo me enteré del suceso sin
creerlo esa misma noche. Era la madrugada del 31 de Agosto de 1997.
Chumi danzaba en
el centro de la pista, como le gustaba. Siempre allí, se dejaba llevar en un
extraño éxtasis.
Moreno, grandote,
robustón tirando pa’ guatusi. Y vestido
para matar.
“Nunca es mucho”,
decía cada noche ante mi mirada, adornando su cuerpote con pulsera, reloj,
anillo, bolsito, calzado símil reptil. O reptil verdadero de segunda mano. En
el universo second hand siempre tuvo mucha suerte. Mientras “se hacía la carita”:
exfoliar, refrescar, humectar. Reavivando rizos o alisando su melena para
implementar un jopo alto mousse y laca mediante, mientras yo reticente iba
aprendiendo los truquitos cosméticos que alimentaban nuestros comunes deseos. Y
una mariposa gigante de lentejuelas, perlejuelas, decía él, fijada con
alfileres de gancho a su raído pero inmaculado jeans casi blanco.
Esa noche sus
negros rizos se movían como en cámara lenta. Un seguidor imaginario iluminaba
el glitter, avivaba su energética destreza de bailarín siempre dispuesto.
Entonces yo, agotado
y desilusionado por la baja de posibles admiradores postulantes a una noche de
romance improvisado, me siento en un escalón. Queda poco tiempo para que
cierren. Y entonces, sentada a mi lado, su guapa acompañante y compañera de
depa se me acerca y me mira fijo. Ojos oscuros y profundos, desde su duda me
mira con cara de Marte al fondo y me
dice: sálvanos, mi amigo y yo hemos tomado algo que nos han dado acá, y nos sentimos
muy mal.
Mauro, posterior
Chumi, seguía en la pista, ahora como un remolino, haciendo peligrar su integridad
y la de los otros danzantes. En cualquier momento se desplomaría.
Y fui bueno. O
imprudente, que es parecido. Debería haberlos llevado a un hospital.
Pero agarré como
pude a cada uno, los llevé a su casa y dado mi no mucho mejor estado y el
horrendo frío de Agosto, me acurruqué junto a ella, por temor a un ataque Linda
Blair del moreno Mauro que yacía inconsciente.
Al amanecer, salí
silencioso.
Pasarían cinco
años más para que nos volviéramos a encontrar. Otra vez en el templo, otra
disco de más antigua y decadente reputación.
Desde ese
reencuentro, y entonces yo viviendo a la vuelta de su divino departamento en
Providencia con vista al monumento fálico de la Aviación, fuimos vecinos, amigos,
hermanos y confidentes. Hasta repasamos costureando juntos las prendas para rutilar una que otra noche, esas
noches inventadas por y para nosotros. Cualquier noche, excepto el lunes, podíamos
perdernos, ebrios de ansiedades y de alcohol, buscando, in constant craving.
Nuestras vidas, a
pesar de su posterior vuelta a su Arica natal, y luego su partida a Barcelona, sólo
se separarían para siempre cuando en un arranque ultra performático y
definitivo decidió morirse allá lejos y de un día para el otro, a la vuelta de
una idita al carnaval de Sitges, donde una vez más había soltado todos
sus rizos al ritmo electrónico, a la noche, para celebrar esa vida que siempre
había deseado. En esa Barceloca que lo tomó en sus brazos y lo dejó ser libre, dejando
atrás sus complejos de niño nortino raro, de gordito florido, donde al fin había podido hacer volar su mariposa de lentejuelas, mientras
miraba la para siempre interminable iglesia de Gaudí.